¿Qué significa para nosotras y nosotros, habitantes de la Comunidad Ecológica, construir un hábitat? ¿Es levantar muros y techos, trazar caminos o instalar servicios? ¿O es, más bien, tejer una forma de vida compartida, donde el espacio que habitamos es también reflejo de nuestros afectos, memorias y cuidados? En nuestra comunidad, hablar de “nuevo hábitat” no implica partir de cero, sino más bien continuar una trama viva. Somos parte de un paisaje hecho no solo de árboles y quebradas, sino también de decisiones, vínculos y gestos cotidianos. Cada terreno restaurado, cada sombra, cada árbol cuidado, cada conversación sostenida en torno al agua o a la tierra es parte de ese tejido común.
Construir un hábitat es preguntarnos qué tipo de vida queremos posibilitar. Es decidir, si ese lugar que habitamos acoge o excluye, si respeta los ritmos del territorio o los arrasa. Es elegir si queremos crecer hacia adentro, profundizando la comunidad, o dispersarnos en fragmentos aislados. Es también comprender que este hábitat que construimos no es solo físico, sino simbólico y sensible. Que habitamos no solo casas o parcelas, sino un paisaje. Un paisaje entendido no como fondo decorativo o entorno pasivo, sino como expresión viva de cómo nos vinculamos con el territorio. Un paisaje que habla de nuestras prácticas, de nuestras memorias, de nuestros afectos y formas de cuidado.
El hábitat que necesitamos no es solo funcional: es significativo. Donde lo que envejece tiene valor, y lo que se repara, se vuelve a cuidar. Un hábitat que no se impone, sino que se cultiva desde abajo, como el compost o la confianza. Pero también es urgente mirar las tensiones que amenazan este paisaje común. La desregulación de la subdivisión predial y el fraccionamiento del suelo están pulverizando el territorio, debilitando su vocación ecológica y comunitaria. No es solo una cuestión legal o técnica: es una herida al paisaje, una fragmentación de los vínculos que lo sostienen, una contradicción con cualquier intención real de conservación ambiental.
En tiempos de lógicas extractivas y de urbanismo acelerado, habitar con sentido es un acto político. Es resistir la velocidad del mercado con la lentitud del cuidado. Es proponer, en lugar de consumir. Es construir, sí, pero también sostener, reparar, imaginar. Desde este territorio precordillerano que tantas veces hemos defendido, y reaprendido a mirar, la invitación es a pensar la construcción de un nuevo hábitat como una tarea común. Una construcción que no se mide en metros cuadrados, sino en vínculos; que no se proyecta solo con planos, sino con historias. Que no se termina, porque es proceso vivo.
Quizás el mayor desafío no es técnico, sino afectivo: ¿cómo reencantarnos con el acto de habitar? ¿Cómo volver a sentir que cuidar un árbol, mantener las mangueras, o participar de una decisión barrial, también es construir comunidad? ¿Cómo seguir entrelazando nuestras prácticas cotidianas con una visión colectiva, amorosa y justa del territorio?
Entonces, la invitación es a repensar qué estamos construyendo en nuestro territorio: en el paisaje individual y en el paisaje colectivo que nos convierte en trama. Porque construir un nuevo hábitat no es sólo transformar el entorno: es, sobre todo, transformarnos en él.
Directiva de la Junta de Vecinos
Comunidad Ecológica de Peñalolén